Según los expertos, lo vivido durante los meses de confinamiento puede producir un incremento del malestar emocional que derive en estados de ansiedad y alteraciones anímicas en el 25% de la población. El «síndrome de la cabaña» o el miedo a salir a la calle es una de las consecuencias psicológicas que deja la pandemia.
Durante más de dos meses, los hogares han sido un refugio donde protegerse de
la irrupción del COVID-19, que se ha saldado ya más de 26.000 vidas en nuestro país. El 15 de marzo, con la declaración del estado de alarma, se implantaron definitivamente los cambios en nuestra cotidianidad, como el confinamiento, nuevas medidas de higiene y distanciamiento físico, el teletrabajo… La población vio cómo sus movimientos quedaban restringidos a ir a comprar, a la farmacia o a trabajar en caso de no poder hacerlo desde casa. Ahora que ha empezado la desescalada, con ella llegan nuevas medidas que contemplan una mayor libertad en los desplazamientos: primero fueron los niños los que pudieron salir a la calle y, semanas después, el resto de la población, que ahora tiene la posibilidad de pasear y hacer deporte –dentro de la franja horaria que le corresponde– e, incluso, visitar ciertos comercios previa cita. Aunque para muchos esta «nueva» –y transitoria– normalidad se presenta como un alivio, un brote de aire fresco,
para otros personas la idea de abandonar sus hogares se ha convertido en motivo de angustia.
Es el caso de Óscar, de 22 años, que reconoce que, cuando el Gobierno anunció que se podía salir, al principio decidió no hacerlo. De hecho, el temor al contagio hizo que durante el confinamiento no saliese ni una sola vez. «Me daba miedo pensar que todo el mundo iba a juntarse de golpe a la calle, que iba a haber aglomeraciones y que podría contagiarme. Mi madre necesitaba tomar el aire, así que era ella la que iba al supermercado cada cierto tiempo», explica. Ahora, asegura, después de ver cómo sus amigos sí se atrevían a salir, hace tres días que da una vuelta por las tardes.
A Francisco, de 80 años, le ha sucedido lo contrario. Aunque sus hijas le llevaban la compra quincenalmente e insistían en que no saliese de casa, él bajaba cada semana a comprar fruta. «Con guantes y mascarilla», alega. Sin embargo, desde que se inició la desescalada y hay más gente por la calle, ha decidido no volver a salir. «Siguen muriendo muchas personas de mi edad y ahora seguro que es más fácil contagiarse», defiende.